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20 enero 2012 5 20 /01 /enero /2012 10:15

Un axioma filosófico dice que el fin es lo primero en la intención, pero lo último en la ejecución. Es decir, que toda acción, todo movimiento, se ordena primero a un objeto determinado, el cual es ciertamente lo último en ser obtenido: cuando se alcanza el fin, se acaba el movimiento. Por otra parte, la teología católica enseña que los hombres, mientras vivimos en este mundo, somos viatores, esto es, transeúntes, por lo cual significa la idea de que la vida sobre la tierra es un paso hacia la vida eterna en la Patria celestial. En este arduo, aunque breve camino que es la vida terrena (“cuatro días tenemos de vida, decía San Alfonso María de Ligorio, y de lo que se trata es de saber utilizarlos”), los hombres conquistamos méritos y deméritos, conforme a nuestras buenas y malas obras, y los cuales serán justipreciados en el día de nuestro juicio particular, cuando Nuestro Señor dicte sobre nosotros la sentencia de nuestra suerte eterna.

Los méritos, entonces, son los medios que debemos acopiar, para conquistar el fin de nuestra vida. Y ese fin de la vida cristiana, no es otro que la glorificación de Dios, y la santificación de nuestra alma. Revisemos brevemente ambos puntos.

 

Glorificación de Dios

 

01Éste es el fin último y absoluto de la vida cristiana; todo en nuestras vidas debe ordenarse a la gloria de Dios Uno y Trino; del Dios que es Creador, Redentor, y Santificador en la trinidad de Personas, pero en la unidad de Substancia. Podemos distinguir aquí, por una parte, la gloria intrínseca de Dios, que se manifiesta en la comunicación interior entre las tres Personas Divinas: el Padre engendra al Hijo, Imagen eterna y perfecta del Genitor, el cual se complace en Él, y de la contemplación amorosa entre el uno y el otro, procede una tercera Persona, que es el Espíritu Santo. En este movimiento de amor y contemplación supremos, Dios goza de Sí mismo infinitamente. Así, la gloria de Dios ya era plena e infinita antes de la Creación.

Pero “Dios es Amor” (Juan 4, 16); Dios es el Bien infinito, y el bien es difusivo de sí mismo, bonum diffusivum sui, enseña la filosofía. Entonces Dios, por un acto enteramente libre de Su voluntad, deseó comunicar su bondad a las creaturas, creando el tiempo y el espacio, y poblándolos con todos los seres que ocupan el universo; entre ellos, el hombre, creatura predilecta de Dios. Por el hombre, para su salvación, Dios se hizo Hombre, en la Persona Santísima de Nuestro Señor Jesucristo. Entonces ya podemos ver cuál será la gloria extrínseca de Dios: será aquella que proviene de la perfección de las creaturas; aquella gloria que se alza ante Dios desde lo más recóndito de la creación, en cada ser que actúa conforme al concierto ordenado de causas y efectos maravillosos que Dios ha dispuesto desde la gloriosa semana que el Génesis nos relata en su primer capítulo. Podemos entonces concluir desde aquí, que si las creaturas dan gloria extrínseca a Dios, conforme a sus proporcionados grados de ser y de obrar, entonces la creatura por excelencia, glorificará mayormente a Dios: el hombre.

 

Santificación del alma

 

02¿Cómo glorifica a Dios el hombre? ¿Cuál es el medio más adecuado, si no el único, del cual disponemos para dar gloria al Creador? Ese medio es la propia santificación, que a su vez constituye el fin próximo y relativo de la vida cristiana. Un Obispo argentino supo decir acertadamente que “el hombre no puede perfeccionarse sin glorificar a Dios, y Dios no puede ser glorificado por el hombre sino por la perfección de éste. Ahora bien, ¿qué hombre ha habido sobre la tierra, más grande que Jesucristo, Hijo de Dios? Él, que no fue creado, sino engendrado del Padre, es el modelo de la vida cristiana, porque toda su vida fue una incesante manifestación de la perfección y bondad divinas. Se hizo Hombre para salvarnos obteniendo la remisión universal de nuestros pecados: pero también para presentarse como modelo de virtud y santidad, para que en Él podamos inspirar todos nuestros pensamientos, todas nuestras palabras, todas nuestras obras. Se ha dicho que la santidad consiste en la unión con Dios por el amor; o en la perfecta conformidad con Su divina voluntad. Ambas cosas son verdaderas, y sin embargo todavía es más acertada aquella otra definición clásica de santidad: la santidad consiste en nuestra plena configuración con Cristo. Christianus, alter Christus, el cristiano debe ser otro Cristo sobre la tierra; los cristianos debemos tender constantemente a imitar las virtudes de Cristo, combatiendo nuestras debilidades y flaquezas que nos son naturales, y que sin embargo deben ser vencidas con el auxilio de la gracia sobrenatural, el cual auxilio no es negado a nadie, y al contrario, suficientemente dado a todos. Dios es pródigo en la dádiva de gracias eficaces, que son las inspiraciones interiores y efectivas, que Dios produce en nuestra alma para motivarnos a obrar sobrenaturalmente. “Nadie puede hacer un mayor esfuerzo sobrenatural, si no ha recibido una mayor gracia de Dios, enseña Santo Tomás. De aquí la importancia fundamental de la vida de oración, de la sólida vida espiritual, que es el único modo de disponer nuestras almas a estos constantes “soplos divinos” que el Espíritu Santo no cesa de enviarnos: “Spiritus ubi vult spirat”, el Espíritu sopla donde quiere, dice el Evangelio (Juan 3, 8).

El buen cristiano debe aspirar a la santidad, como medio para glorificar a su Dios; el buen cristiano ha de decir a cada momento en el interior de su alma: “sólo mora en este monte, la honra y gloria de Dios” (San Juan de la Cruz).

 

(Basado en el libro “Teología de la perfección cristiana, del P. Antonio Royo-Marín O.P., Madrid, 1955).

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